domingo, 1 de abril de 2007

La Fe y el ateo










En lugar de apagarla, la evolución permitió que la fe se expandiera en el curso de la existencia humana. Desentrañar las razones es aún el gran desafío de los investigadores

A Scott Atran la pregunta por Dios lo desvela desde la infancia, cuando tenía 10 años y garabateó en una pared de su habitación: “Dios existe y, si no, estamos en problemas…”. Antropólogo del Centro Nacional para la Investigación Científica de París, Atran, de 55 años, ha dedicado buena parte de su vida a desentrañar por qué creemos.

A diferencia de otros científicos que en los últimos tiempos han dirigido sus misiles contra la religión –Richard Dawkins en El engaño de Dios o Sam Harris en El fin de la fe-, Atran se pregunta acerca de ese impulso que parece inherente al ser humano y que lo lleva a creer en algo trascendente. Y como tiene un enfoque darwiniano, intenta explicar los comportamientos presentes a partir de cómo pueden haber resuelto alguna vez los problemas de la supervivencia y la reproducción de la especie nuestros ancestros lejanos. La pregunta central es por qué la fe evolucionó en lugar de desaparecer.
Para este antropólogo, la fe religiosa demanda tomar lo que es materialmente falso como verdadero y lo que es materialmente verdadero como falso. ¿Esto no es acaso una desventaja a la hora de considerar la supervivencia del más apto?
Y, sin embargo, creyendo… nuestra especie sobrevivió. Si, en sí mismas, las creencias religiosas no ayudan a la adaptación, tal vez estén asociadas con algo que sí contribuye.
Quizá la fe no sea otra cosa que la posición de partida de la mente humana, algo que no demanda ningún esfuerzo cognitivo.
La vida humana primitiva, cargada de dificultades, favoreció la evolución de ciertas herramientas del conocimiento: la habilidad de inferir la presencia de organismos que pueden hacernos daño, el hecho de producir narraciones causales para transmitir eventos naturales y el reconocer que otras personas tienen una mente con sus propias creencias, deseos e intenciones. Los psicólogos las llaman detección de agentes, razonamiento causal y teoría de la mente, respectivamente.
La detección de agentes permitió que nuestros cerebros estén listos para presumir su presencia, incluso cuando vaya en contra de la lógica. Además, el cerebro humano desarrolló la capacidad de imponer una narrativa completa con una cronología y una lógica de causa-efecto a todo aquello con lo que se encuentra, sin importar cuán azaroso sea. Los antiguos griegos creían que el trueno era el sonido de las bombas de Zeus. Una mujer actual, cuyo tratamiento contra el cáncer funciona a pesar de tener una posibilidad en diez, explica su recuperación como un milagro, o como una recompensa por una plegaria, más que como la consecuencia de una tirada de dados con suerte.
La teoría de la mente es casi una intuición social: concebir que nosotros (y los otros) tenemos algo tan poderoso como inmaterial. Esto nos deja el camino abierto, de manera casi instintiva, para creer en la separación del cuerpo (la parte visible) de la mente (la invisible). Al concebir la existencia de la mente en otras personas aunque no haya prueba empírica, sugiere Paul Bloom, psicólogo y autor de El bebé de Descartes (2004), existe un pequeño paso para creer en mentes que no están ancladas en un cuerpo. Y de allí, asegura, sólo hay otro pequeño paso hasta la propuesta de almas inmateriales y la existencia de un Dios trascendente.
Nacemos con una facilidad innata para el lenguaje, pero el lenguaje específico que aprendemos depende del contexto en el que nos criamos. De la misma manera, comenta Bloom, nacemos con una tendencia innata a creer, pero los detalles específicos acerca de aquello en qué creer –ya sea que existe un solo Dios o muchos, ya sea que el alma, luego de la muerte, asciende hasta al cielo o migra hacia otro animal se determinan culturalmente.
La creencia se arraiga, además, cuando involucra emociones, y por eso la religión recurre a rituales. Creer en la vida después de la muerte gana porque es mucho más sencillo imaginar que el pensamiento continúa de alguna manera, ya que resulta un muro cognitivo pensar en el “no pensar”.
Nuestras mentes funcionan encontrando significaciones profundas a situaciones y experiencias donde no las hay.
En este sentido, los ateos tienen que esforzarse en serlo: la mente hace más sencillo creer que no creer. Atran, que es ateo, dice que enfrenta una lucha emocional e intelectual al vivir sin un Dios en un mundo no ateo, y cree que de allí vienen sus supersticiones –tocar madera o cruzar los dedos durante una turbulencia.
Aunque avance, la investigación científica, no ha podido hasta ahora ocupar el hueco real que llena Dios, un vacío que nuestra arquitectura mental interpreta como un ansia por lo sobrenatural y el impulso que, al intentar satisfacerlo en forma inevitable, genera lo que Atran llama “la tragedia de la cognición humana”.

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